Hace ya casi dos años que nos acercamos a este tema tan escabroso de la pedofilia, esa parafilia (es decir, activación sexual ante estímulos considerados no normales) definida como “fantasías o comportamientos sexuales que involucran a niños, generalmente prepúberes, y que van desde mirar o tocar hasta la realización de prácticas sexuales. Las víctimas pueden ser de ambos sexos, pero con más frecuencia son niñas. En cuanto a la edad, suele depender de las preferencias del pedófilo” (Trastornos sexuales, Parafilias, Paidofilia; en Farreras Rozman, Medicina Interna; decimosexta edición, Elsevier, Barcelona, 2009; Pág. 1604). En aquella oportunidad comentamos, en dos columnas consecutivas que salieron bajo el título de Execrable, el artículo La delgada línea roja, publicado en iglesiaenmarcha.net, que surgió por la necesidad sentida de emitir opinión, desde nuestra óptica cristiana, sobre aquel aluvión, aquel verdadero brote epidémico de casos de abuso sexual infantil, que salió a la luz pública cuando promediaba el año 2008, y que impactó a la opinión pública por los hechos en sí, y por el desenlace fatal de algunos de los casos, con muerte de varias víctimas, y de uno de los culpables.
En aquel momento recogimos el término execrable, dicho por un periodista de televisión en alusión a uno de los pedófilos convictos, y lo utilizamos como uno de los principales ejes de nuestra meditación. Nos detuvimos en la consideración de los múltiples sinónimos de execrable (abominable, detestable, aborrecible, odioso, repugnante, depravado, atroz, horrible, malo, ominoso, lamentable, nefando, inconfesable, incalificable, intolerable), de los que se desprende su significado, y entre otras reflexiones dijimos que el abuso infantil era peor “cuando el invasor es alguien de la propia familia, el padre o quién ocupa el lugar de tal; alguien que debería ser el depositario de toda la confianza del niño/a, el que provee a sus necesidades (materiales y emocionales) y le protege de los peligros externos de un mundo poco conocido, pero que se transforma en cambio en un usurpador de la intimidad de su cuerpo, que el niño/a conoce también poco, pero que ya se le ocurre complejo, y propio”.
¿Qué decir entonces, cuando el pedófilo es un ministro de Dios?
¿Qué pensar cuando el culpable de tan nefando crimen resulta ser un hombre que se supone consagrado al servicio de Cristo? ¿Cómo reaccionar si la persona que ha exhibido semejante conducta enferma y malsana es alguien de quién se esperaría que fuera ejemplo y modelo de los más elevados principios morales y normas éticas, en imitación de su Sublime Maestro? ¿Qué creer, cuando el responsable del abuso sexual perpetrado contra niños es un supuesto portador del mensaje de amor, perdón y salvación de Dios? ¿Cuando es una persona en quién adultos y niños han depositado su confianza? ¿Un hombre en cuyas manos los creyentes entregarían sus vidas, y a quién muchos defenderían con sus vidas? ¿Un guía y consejero, que está presente y forma parte íntima de la vida de muchas personas, en sus momentos de alegría y de tristeza?¿Hacia dónde mirar, dónde depositar la fe, cuando el autor de tan repudiable crimen es un sacerdote católico, o un pastor evangélico?
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