Repulsa por la controversia - John Stott

El segundo aspecto en que el espíritu del siglo XX rechaza el tema de este libro, concierne a la repulsa actual por la controversia. Esto es, se puede tolerar el dogmatismo, pero "si has de ser dogmático", dicen nuestros críticos, "por lo menos no lo divulgues. Mantente firme en tus convicciones (si insistes), pero deja que los demás tengan las suyas propias. Sé tolerante. Ocúpate de tus cosas y deja que los demás se ocupen de las suyas".

También expresa este punto de vista al instarnos a ser siempre positivos, si es necesario dogmáticamente positivos, pero evitando el ser negativos. "Defiende lo que crees", se nos dice, "pero no hables en contra de lo que creen otros". Aquellos que sostienen esto se han olvidado de los deberes del presbítero-obispo: "animar a otros con enseñanza sana" y "convencer a los que contradicen". Ni tampoco han prestado atención a lo que C. S. Lewis escribió en una carta a Dom Be de Griffiths: "Por lo que dices me gustan tus hindúes. Pero, ¿qué niegan? Siempre me he topado con ese problema en la India -encontrar alguna proposición que consideraran falsa. Pero la verdad involucra exclusiones, ¿no es así?"

Esta segunda actitud (oposición a la intolerancia) surge naturalmente de la primera. En verdad, por lo general van juntas. Es muy fácil tolerar las opiniones de otros si no tenemos convicciones definidas nosotros mismos. Pero no debemos acceder a esta forma fácil de tolerancia. Debemos distinguir entre la mente tolerante y él espíritu tolerante. El cristiano siempre debe ser tolerante en espíritu, lleno de amor, de comprensión, perdonando y soportando pacientemente a otros, pues el verdadero amor "todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta"!

Pero, ¿cómo podemos tener mentes tolerantes hacia lo que Dios ha revelado claramente que es malo o erróneo? Por cierto que a toda persona centrada le disgusta la controversia y debemos decididamente evitar las discusiones por el solo hecho de discutir. "No hagas caso de discusiones sin ton ni son", escribió el apóstol Pablo, pues "ya sabes que producen pleitos". Deleitarnos en la controversia significa estar "enfermo", como tener una especie de enfermedad espiritual. Debiéramos huir de ello. También debiéramos evitar toda amargura, el odium íeologicum que ha tiznado las páginas de la historia de la iglesia, la controversia dirigida en un espíritu de amargura que se transforma en un insulto y un abuso personal. Pero no podemos evitar la controversia en sí, pues somos llamados a "la defensa y confirmación del evangelio".

Quizá la mejor forma de comprobar que la controversia es a veces una dolorosa necesidad sea recordando que nuestro Señor Jesucristo mismo fue un controversista. No era de mente, amplia en el sentido popular de la frase, es decir, no estaba dispuesto a aceptar cualquier punto de vista. Por el contrario, como hemos de ver en los próximos capítulos de este libro, continuamente entabla debates con los líderes religiosos de su época, con los escribas y los fariseos, con los herodianos y los saduceos. Dijo que él era la verdad, que había venido a testificar de la verdad y que la verdad liberaría a los que le siguieran. Como resultado de su lealtad a la verdad, no tuvo miedo de disentir públicamente con las doctrinas oficiales (sabiendo que eran erradas), de exponer el error y de advertir a sus discípulos contra los falsos maestros. Además habló en términos por demás claros, llamándoles "ciegos que guían a otros ciegos", "disfrazados de ovejas, pero por dentro lobos feroces", "sepulcros blanqueados" y hasta "raza de víboras".

Los apóstoles también eran controversistas, como se ve claramente en las epístolas, y apelaban a sus lectores a que "luchen por la fe que fue entregada una vez por todas a los que pertenecen a Dios". Como su Señor y Maestro, hallaron necesario advertir a las iglesias de los falsos maestros y a instalarlas a mantenerse firmes en la verdad.

Tampoco consideraban que esto fuese incompatible con el amor. Por ejemplo Juan, el apóstol del amor, a quien debemos la sublime afirmación que Dios es amor y cuyas epístolas abundan en exhortaciones al amor mutuo, declara abiertamente que cualquiera que niega que Jesús es el Cristo es un mentiroso, un engañador y un anticristo.22 En forma similar Pablo, que en 1 Corintios 13 nos da el más grande himno del amor y declara que el amor es el primer fruto del Espíritu, sin embargo pronuncia un solemne anatema sobre cualquier ser (humano o angelical) que pretenda distorsionar el evangelio de la gracia de Dios.

Parece que en nuestra generación nos hemos distanciado mucho de este celo vehemente por la verdad que Cristo y sus apóstoles demostraron. Pero si amáramos más la gloria de Dios y tuviéramos más solicitud por el eterno bien de los hombres, no nos negaríamos a tomar parte en controversias necesarias, cuando la verdad del evangelio está en juego. El mandato apostólico es claro: debemos "seguir la verdad en amor", no mintiendo en amor, ni hablando la verdad sin amor, sino manteniendo las dos cosas en equilibrio.

Stott, John. Las controversias de Jesús. Certeza: Buenos Aires, 1975. pp.17-19

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