El espectáculo de la música, simulacro de adoración comunitaria

Canto congregacional: una actividad solitaria entre la multitud

Para nosotros en particular, que vivimos en tiempos despiadados, en tiempos de rivalidad y de competencia sin tregua, cuando la gente que nos rodea parece ocultarnos todas sus cartas y pocas personas parecen tener prisa alguna por ayudarnos, cuando en contestación a nuestros gritos de auxilio escuchamos exhortaciones a ayudarnos a nosotros mismos, cuando sólo los bancos que codician hipotecar nuestras posesiones nos sonríen y están dispuestos a decirnos ‘sí’, la palabra ‘comunidad’ tiene un dulce sonido[1].

Frente a semejante diagnóstico del sistema en el que nos toca vivir, deberíamos dar las gracias de poder pertenecer a una iglesia, dado que etimológicamente ésta significa específicamente eso: asamblea, comunidad. Ella se fundamentaría en el compartir y el cuidado mutuo[2]. Sin embargo, al analizar más profundamente las diversas prácticas eclesiales de algunas iglesias, nos daríamos cuenta de que muchas de esas actividades las hacemos simultáneamente y en el mismo lugar, pero no conjuntamente.

  • Cada uno experimenta su fe por su cuenta, junto a quien tiene al lado, pero sin involucrarse activamente con él.
  • La relación con Dios se hace vertical (yo-Dios), perdiendo su carácter horizontal (yo-prójimo-Dios, o mejor, nosotros-Dios).
  • El cantar solo, el orar solo, el participar de la “Santa Cena” solo, el escuchar la predicación solo, el irse solo a casa, ¡y nos estamos limitando exclusivamente al ámbito cultual!

Ahora bien, analicemos una sola actividad de las arriba mencionadas para demostrar a qué nos referimos cuando decimos que son acciones individuales en medio de una multitud: el canto congregacional (a veces mal llamado genéricamente “alabanza y adoración”, como si éstas sólo se pudieran experimentar mediante la música).

En primer lugar, apenas un análisis superficial de las letras de las canciones que se cantan durante los cultos de muchas iglesias cristianas, evidencia que la gran mayoría de ellas se encuentra escrita en primera persona del singular. Es “yo” el que busca a Dios, el que lo alaba por sus maravillas y agradece su favor, el que se arrepiente de su maldad y le pide perdón. Nunca, o casi nunca, se trata de “nosotros”. La perspectiva comunitaria en la teología de estas canciones prácticamente ha desaparecido.

En segundo lugar, se parte de la concepción -muchas veces explícita- de que el grupo encargado de la música se encarga de “guiar” al resto de la gente (en vez de acompañar), lo que implica una asimetría en donde unos conocen el camino mientras los otros indefectiblemente no lo hacen. Esta diferencia cualitativa entre unos y otros va directamente en contra de una actividad comunitaria donde el conjunto de los integrantes, de diversas maneras y estilos busca acercarse a Dios.

Esta diferenciación entre los músicos y el resto de la gente se ve exponenciada desde la organización espacial del culto (realizaremos este análisis a partir del aporte de las leyes de la Gestalt):

Separación de altura, orientación y alcance (“ley general de la figura y fondo”[3], “ley del contraste”[4], “ley de la proximidad”[5].

Los músicos se ubican sobre un escenario elevado, enfrentando al resto de la gente y separados de ellos por varios metros, mientras que el resto de la gente está parada al nivel de suelo, mirando a los músicos y bien próximos entre sí: esta distancia que separa a ambos grupos implica remarcar una diferencia simbólica entre la banda y resto de la gente, en vez de buscar que la disposición de elementos, movimiento, colores y demás, dé la idea de un conjunto de iguales.

Diferencia de iluminación (“ley de igualdad o equivalencia”[6]).

Los músicos son iluminados por reflectores, mientras que el resto de la gente está a oscuras: aparentemente, lo que pasa arriba del escenario es más importante que lo que pasa abajo, dado que uno debe estar en la luz y ser visto por todos, mientras que el resto se ve obligado a sumirse en la oscuridad. Esto provoca por un lado la des-diferenciación de la gente que está a oscuras (para quienes están arriba, los “de abajo” son percibidos como una masa amorfa), y por el otro su individualización (para cada uno de ellos en relación a los demás): no se canta en comunidad, sino de manera individual, porque al no tomar conciencia de que hay alguien al lado (no se lo ve, sólo se ve hacia delante), la acción es puramente individual, y no comunitaria.

Diferencia sonora. La amplificación excesiva del volumen de los instrumentos y las voces hace que no se escuche otra cosa que a los músicos: el/la que está “abajo” no se escucha a sí mismo/a, mucho menos a los que tiene alrededor. Si a esto se le suma que desde el escenario se insta (cuando no manipula) a una emotividad “de ojos cerrados”, entonces los que se encuentran próximos a cada uno directamente desaparecen y uno se halla -rodeado de gente, pero- cantando solo.

Ahora bien, cabe preguntarse por qué es que muchas de nuestras iglesias celebran el tiempo de canto congregacional de esta manera. ¿Qué es lo que lleva a estas iglesias a desarrollar una práctica que atenta contra su misma naturaleza comunitaria? Dice Luiz Carlos Ramos respecto a la predicación (pero bien puede aplicarse al canto congregacional):

La práctica homilética contemporánea es moldeada por la sociedad del espectáculo. La base principal de esa sociedad espectacular es la economía de mercado globalizada, aliada a los medios electrónicos de comunicación de masas y a la tecnología de la información, de donde surge su principal producto: la industria del entretenimiento. En esta sociedad, se da sistemáticamente el proceso de degradación del ser para el tener y del tener para el parecer (por ejemplo: ya no basta con ser rico y tener dinero, es preciso parecer rico y parecer tener mucho dinero)[7].

Precisamente eso es lo que ocurre: las iglesias toman el modelo de entretenimiento propuesto por esta sociedad capitalista y lo aplican a su vida cotidiana. Así, el canto congregacional deja de ser una actividad comunitaria para convertirse en un espectáculo: se utilizan reflectores, juegos de luces de colores, máquinas de humo, escenografías atrayentes, mucho despliegue de los músicos en el escenario… en fin, se hace de la música un show para entretener, en vez de un acompañamiento para un quehacer comunitario.

El problema con los espectáculos es que buscan representar (poner en escena) la realidad. No son la realidad, sino que reflejan imágenes de lo real, como espejos (specculum). La fruición de esa no-realidad conlleva a la alienación de la vida (…) Esa suspensión de la existencia es precisamente el sentido de la palabra entretenimiento: tener-entre. Se abre un paréntesis en la vida real, para que se pueda asistir a la vida representada[8].

Así, en esas iglesias participamos de un simulacro de canto congregacional. Jean Baudrillard desarrolla su concepto de simulacro a partir de una fábula de Borges, en la que los cartógrafos de un imperio trazan un mapa tan detallado que logra cubrir con tal exactitud el territorio, que se llega a hacer imposible poder distinguir entre uno y otro. Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa (…) La simulación no corresponde a un territorio (…) sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio y el que lo engendre[9]. Así, el simulacro de la práctica en torno a la música en las iglesias es lo único que existe: mientras que “disimular” es fingir no tener lo que se tiene, “simular” es fingir tener lo que no se tiene. No hay canto congregacional, no hay práctica comunitaria, no hay dinámica grupal. Sólo hay un simulacro de ellas.

Además, como afirma Ramos, el fin del espectáculo es el propio espectáculo. Se debe retro-alimentar constantemente por que en realidad se consume a sí mismo. El espectáculo vive de sí mismo[10]. El propósito del canto congregacional, en cambio, debiera ser unirnos a los hermanos y hermanas para, sólo entonces, poder decirle a Dios Padre nuestro.

Ahora bien, a fin de recuperar el canto congregacional como una práctica comunitaria, el simulacro debe ser destruido. No pueden hacerse cambios superficiales. Se trata de cuestiones de fondo. Como ya dijimos, la iglesia es fundamentalmente comunidad, y como tal, debe velar porque su vida diaria refleje fielmente esa esencia.

Primeramente, debemos desterrar o al menos minimizar las canciones en las que la relación con Dios se limite a la dimensión vertical, ignorando la horizontal que nos vincula con el prójimo. Un claro ejemplo de estas canciones reza: “[Dios] llévame a ese lugar donde lo de alrededor no importa, es donde necesito estar. Llévame”[11]. La letra de las canciones es lo que se memoriza más fácilmente: nadie recuerda siquiera el tema de la reflexión bíblica luego de un mes; sin embargo, casi todos se aprenden las canciones. Por tanto, es imprescindible revisar la teología de lo que cantamos y, consecuentemente, dejar de cantar aquellas canciones que bien desdibujan la imagen de Dios, o atentan contra el espíritu comunitario. Otra característica a eliminar es la emotividad “de ojos cerrados”. Debemos abogar por una espiritualidad “de ojos abiertos” a la comunidad y el mundo.

En segundo lugar, es imprescindible igualar el nivel de todos los creyentes a la hora de cantar (así como de cualquier otra actividad cultual). No puede haber una distinción de importancia, exacerbada desde lo simbólico mediante la disposición espacial, entre los músicos y el resto de la gente. Debemos terminar con la centralidad que supone un escenario e implementar modelos circulares en donde los músicos son parte de la ronda (y por ende no se ubican nunca en medio). De esa manera, no sólo se acaba con la diferenciación de unos y otros, sino que además se logra que todos se miren a la cara, en vez de ver sólo la nuca de quien está adelante. Esta simetría espacial hablará por sí misma acerca de la importancia de lo comunitario. Ya no se tratará de un grupo que busca entretener al resto (espectáculo), sino de un producto de todos y todas.

En tercer lugar, debemos buscar una participación activa de y entre todos los presentes al momento de cantar. Esto no tiene que ver con obligar a nadie a aplaudir, saltar, arrodillarse o realizar una acción particular, sino con tener presente que es en la actividad comunitaria en la que nos reconocemos hermanos y hermanas y nos dirigimos a Dios. El canto congregacional así debe ser entendido: con la libertad para que cada uno lo celebre como quiera, pero con la responsabilidad de hacerlo siempre entre todos y todas.


NOTAS:
[1] BAUMAN, Zygmunt. Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo XXI. Argentina, 2003. Pág. 9.
[2] BAUMAN, Zygmunt. Op. Cit. Pág. 175.
[3] La figura es un elemento que existe en un espacio o “campo”, destacándose en su interrelación con otros elementos; mientras que el fondo es todo aquello que no es figura: es la parte del campo que contiene elementos interrelacionados que sostienen a la figura y que por su contraste tienden a desaparecer.
[4] La posición relativa de los diferentes elementos incide sobre la atribución de cualidades de los mismos.
[5] Los elementos tienen a agruparse con los que se encuentran a menor distancia.
[6] Cuando concurren varios elementos de diferentes clases, hay una tendencia a constituir grupos con los que son iguales. Si las desigualdades están basadas en el color, el efecto es más sorprendente que en la forma. Abundando en las desigualdades, si se potencian las formas iguales, con un color común, se establecen condicionantes potenciadores, para el fenómeno agrupador de la percepción.
[7] RAMOS, Luiz Carlos. ¡Luces, cámara, predicación! Principios, medios y fines de la homilética espectacular. Apunte.
[8] RAMOS, Luiz Carlos. Op. Cit.
[9] BAUDRILLARD, Jean. Cultura y simulacro (La precession des simulacres). Kairos, Barcelona, 1993. Pág. 5-6.
[10] RAMOS, Luiz Carlos. Op. Cit.
[11] DEL BOSQUE, Alejandro y otros. “Llévame”, en Es hora de adorarle. 2000.

Escrito por JONATHAN A. ALY
Domingo, 21 de Agosto de 2011 06:52

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